«Si seguimos enfrentando los problemas con
el mismo nivel de pensamiento con el que
fueron creados, seguiremos obteniendo los
mismos resultados».
A. Einstein
Hace cierto tiempo, asistí a un simposio académico en donde un profesor presentaba un trabajo en el que aparecía una primera versión del modelo de liderazgo y el estilo de concebir y adoptar decisiones que él pretendía abordar.
El modelo trataba de especificar las maneras y grados de participación de los empleados, recurso del cual puede disponer un gerente de empresa y cómo éste puede diseñar una solución para su problema, basándose en el análisis de las circunstancias que le rodean.
Para ciertas situaciones se consideraba apropiada una adopción de decisiones de tipo autocrático (las ideadas por quien tiene el poder, independientemente de si éste es por autoridad o por mando); para otras, se preferían posturas de mayor participación, incluyendo la adopción de decisiones colectivas (por mayoría, por unanimidad, y por consenso). El tema central del trabajo era que las exigencias de determinadas situaciones determinaban la efectividad (y, por consiguiente, la pertinencia) de posturas autocráticas o de corte más democrático para resolver los problemas de la empresa.
Como suele ocurrir en todas las reuniones académicas, se había designado a un participante en el simposio para hacer una crítica del trabajo y poner de manifiesto (según su criterio particular) sus aciertos y sus puntos más débiles. Tal papel correspondió a un destacado sociólogo con experiencia en comportamiento humano en las organizaciones que, tras una crítica metódica y constructiva, propuso a los asistentes un modelo alternativo de participación: fue más allá de lo encomendado. En su modelo recomendaba la concepción y adopción de decisiones colectivas y por consenso (aquéllas a las cuales se pliegan -con su alma y accionar- quienes votaron por ella y quienes no también, haciéndola como si fuera suya: adoptada, pues es el resultado de una admisión) como la única solución para todas las situaciones que pudieran presentarse en una organización.
El autor montó en cólera y comenzó a trabajar con todas sus fuerzas para refutar aquella tesis. Sin embargo, la defensa de su modelo no resultó necesaria, una vez que el crítico añadió que su postura a favor de un proceso democrático de decisiones, no se basaba en que produjera mejores resultados, sino en la creencia de que era moralmente justa…
Después de transcurrido un tiempo, el mismo autor estaba dirigiendo un coloquio académico sobre su modelo en un acreditado tecnológico del país. Luego de su presentación, un profesor de psicología sugirió que, en lugar de incitar a los líderes a actuar de modo coherente ante una situación determinada, se debería estimular a la gente a respetar sus tendencias naturales; se debería animar al dirigente autocrático a que siguiera siéndolo, y al participativo, a que continuara en su línea.
Ambas posiciones expuestas por los críticos son defendibles. Cada una de ellas pone de relieve un grupo diferente de valores relacionados con la participación. La primera, contempla la participación como un asunto moral, incluso como un imperativo moral. La participación (colaboración: co-laboración: laboración en conjunto) es un objetivo que hay que alcanzar por propio derecho, porque es algo bueno y justo. No necesita justificación desde el punto de vista pragmático.
Se debería tener un cierto respeto por esta postura. Se concede gran valor a la democracia en la gestión pública, no por su eficacia, sino porque legitima el derecho del pueblo a influir en aquellas decisiones que deban incidir decisivamente sobre los ciudadanos. Por idéntica razón, muchos tratadistas de este tema se oponen al totalitarismo creciente en Hispanoamérica.
Muchos sociólogos se han referido a la expansión de los valores democráticos, a partir de las instituciones de carácter político hacia la familia, la enseñanza e incluso, el mundo empresarial centrado en la maximización de sus beneficios. Con mucha frecuencia, se oye a dirigentes empresariales expresar su convencimiento de que «es bueno ser participativo y malo ser autocrático».
El segundo crítico destacaba un diferente grupo de valores, que pueden definirse como “existenciales”. No se debe buscar la participación, sino la autenticidad. La participación será buena o mala, según la verdadera naturaleza del líder. «Sé fiel a ti mismo» se aplica tanto a la intervención de los demás en la concepción y adopción de decisiones como a las diferentes facetas de las relaciones humanas.
Los tratadistas recomiendan la participación, no porque sea buena o porque exprese el natural respeto de la humanidad hacia sus miembros. En todos los estilos de actuación, los grados de participación se evaluarán de acuerdo con su contribución al objetivo de la eficacia y no como fines en sí mismos.
El modelo inicial presentado por el académico refleja valores, pero esos valores tienden a apoyar la eficiencia en las empresas y una adopción racional de decisiones. En determinadas circunstancias, la participación proporciona un medio para lograr tan valiosos fines, pero nunca propugna que sea un fin en sí misma, ni que sea un mecanismo para lograr una auténtica expresión de la personalidad.
En general, la visión que tienen los trabajadores de su jefe es que ordenan, mandan, deciden, dicen lo que se debe hacer, imponen criterios, distribuyen el trabajo, controlan y supervisan las tareas. Acaso, ¿es esto lo mejor?
La participación de los directivos y acerca del mando debería estar centrada en crear una imagen tal que lleve a ser catalogados como un colaborador (co-laborador) más, orientador, generador de confianza; en ser aceptados naturalmente por su equipo humano: de aquí la necesidad en de ser buenos comunicadores y transmitir seguridad.
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