Mantenernos despiertos en el tránsito de nuestra corta vida y alimentar a nuestro espíritu con acciones que perduran, en donde manifestamos nuestra verdadera esencia en pro de que nuestros valores, virtudes se manifiesten, sin contaminaciones en pro de servir a los demás y cumplir con nuestra misión ante la oportunidad que se nos ha dado al aparecer en el escenario de este planeta Tierra, no debemos descuidar todo lo que se presenta, especialmente el legado que otros transeúntes nos proporcionar a fin de que nos animemos a dar paso a nuestras propias experiencias y legar a otros lo que logramos cuando nos identificamos con nuestra misión.
Así es como encontramos anécdotas, experiencias, cuentos que proporcionan una ayuda en nuestro crecimientos y su efecto esta en función del nivel espiritual que cada uno ha alcanzado.
Los Hindúes nos han dejado muchos cuentos que consideramos cada uno de ellos encierra un mensaje que puede colaborar en el crecimiento de los interesados en su evolución y que en esta última entrega la compartimos y confiamos que en algo colaboraran para quienes si se ha identificados mientras permanecen en esta dimensión con su desarrollo espiritual.
TODO ERA PARA BIEN
El Ciego y el Jorobado eran dos de las personas más pobres del lugar, pero como eran muy buenos amigos, compartían casa para no tener tantos gastos. Y, con el tiempo, acabaron por complementarse de maravilla. Cuando salían a pasear, por ejemplo, el Jorobado guiaba al Ciego y el Ciego ayudaba a caminar al Jorobado. Y lo mismo sucedía en casa. Mientras el Jorobado hacía collares y pulseras artesanales que luego vendía en la parada del mercado, el Ciego se encargaba de todos los trabajos de la casa: limpiaba, lavaba la ropa, cocinaba y todo lo demás.
Así vivieron unos cuantos años. El Jorobado iba ahorrando lo que ganaba con sus ventas y el Ciego iba manteniendo la casa limpia y ordenada. Se puede decir que los dos amigos convivían en perfecta armonía.
Pero un día el Jorobado pensó: «Estoy envejeciendo, no podré trabajar mucho más. Pierdo la vista y mis dedos no son tan ágiles como antes».
Y entonces se preguntó: «¿Qué voy a hacer con el dinero que he ahorrado en todos estos años? ¿Por qué tengo que compartirlo con el Ciego si he sido yo quien lo ha ganado? Este dinero tendría que ser sólo para mí. Aunque también es verdad que el Ciego es amigo mío y por eso debería compartirlo con él… No sé qué hacer…».
El Jorobado no paraba de darle vueltas y vueltas al tema.
Hasta que una tarde, al llegar a casa, le dijo al Ciego:
—Viniendo hacia aquí he pasado por el mercado y he comprado un pescado fresquísimo. Pero resulta, que me ha salido un compromiso de última hora y mañana no podré quedarme a comer. Aunque eso no es problema, amigo mío, ya que puedes comértelo tu, que a mí lo que me hace feliz es saber que serás tú quien lo va a disfrutar.
—Caramba, muchas gracias —le respondió el Ciego—. Me lo cocinaré con verduritas a la cazuela mañana para comer.
Al día siguiente, el Ciego se levantó de muy buen humor. No pasaba todos los días que uno podía comer un buen pescado. Dedicó la mañana a hacer las tareas domésticas y, hacia el mediodía, comenzó a prepararlo.
Lo primero que hizo fue ponerla olla al fuego, luego tiró un chorrito de aceite y después unas cuantas verduritas del huerto. Y esperó un poco a que estuvieran bien doraditas antes de poner el pescado.
— ¡Esto va a estar de rechupete! —exclamó mientras dejaba la olla al fuego haciendo chup-chup.
Pero pocos minutos después, cuando estaba poniendo la mesa, el Ciego empezó a notar un olor realmente extraño.
— ¿Qué es este olor tan raro? —Se preguntó mientras intentaba localizarlo abriendo y cerrando las aletas de la nariz—. ¿De dónde vendrá?
El Ciego metió las narices por todos los rincones de la casa sin acabar de localizarlo. Mientras, el olor se hacía cada vez más insoportable.
Tras recorrer todas las habitaciones, el Ciego entró en la cocina y comprobó con sorpresa que el mal olor salía del interior de la casuela.
— ¿Qué cosa más rara? —Dijo toda vez que ponía la nariz justo encima de la olla—. Sí, sí, no hay duda, el olor sale de aquí.
El Ciego acercó la nariz cada vez más sin poder ver que la cazuela soltaba una espesa humareda. Y tanto la acercó que acabó por entrarle en los ojos. ¡Bueno, no veas cómo picaba! Al pobre hombre le caían mejillas abajo unos lagrimones enormes. Pero, lo que nunca se pudo imaginar es que, cuando logró abrirlos de nuevo, sus ojos volvían a ver.
— ¡Veo!—gritaba loco de alegría.
Ya lo creo que podía ver. Aunque lo primero que vio no le gustó nada; descubrió que dentro de la cazuela no había pescado fresco sino que lo que había eran serpientes venenosas.
Inmediatamente se dio cuenta de todo: el Jorobado había intentado envenenarle. Pero, pensó que también había conseguido hacerle un gran bien ayudándole a recuperar la visión.
— ¿Y ahora qué hago? —se preguntó—. Porque es cierto que el Jorobado ha intentado matarme, pero también es cierto que gracias a ello mis ojos pueden volver a ver.
Al final pudo más el enfado que la alegría y el Ciego decidió vengarse. Pilló el bastón más grueso que tenía y se escondió en el rincón más oscuro a la espera de que el Jorobado regresara a casa.
El Jorobado llegó cuando ya entraba la noche. Abrió la puerta y entró en la casa con pies de plomo, ya que no sabía qué se iba a encontrar.
— Hola, ¿hay alguien en casa? –preguntó cuando llegó al comedor.
Al oírlo, el Ciego abandonó su escondite y le pegó tal bastonazo en la espalda que el Jorobado se puso recto de repente.
— ¡Mi joroba ha desaparecido!—exclamó llorando de alegría—. ¡Mi espalda está recta ¡Gracias, gracias!
Los dos amigos habían intentado hacerse daño el uno al otro; pero lo único que habían conseguido era hacerse un favor mutuamente. El Ciego había recuperado la vista y el Jorobado había perdido la joroba.
Aquella misma madrugada, los dos amigos se sinceraron explicándose todos sus sentimientos. Se pidieron perdón una y mil veces prometiéndose que nunca más intentarían hacerse daño, Y así fue cómo el Ciego y el Jorobado siguieron viviendo juntos en aquella casa hasta el fin de sus días. Pero lo más importante que consiguieron es que su amistad fuera más fuerte cada día.
LA INTENCION DE SER UN DISCÍPULO
En cierta ocasión, un hombre de gran erudición, fue a visitar a un anciano que estaba considerado como un Sabio. Llevaba la intención de declararse discípulo suyo y aprender de su conocimiento. Cuando llegó a su presencia, manifestó sus pretensiones, pero no pudo evitar el dejar constancia de su condición de erudito, opinando y sentenciando sobre cualquier tema a la menor ocasión que tenía oportunidad. En un momento de la visita, el Sabio lo invitó a tomar una taza de té. El Erudito aceptó, aprovechando para hacer un breve discurso sobre los beneficios del té, sus distintas clases, métodos de cultivo y producción. Cuando la humeante tetera llegó a la mesa, el Sabio empezó a servir el té sobre la taza de su invitado. Inmediatamente, la taza comenzó a rebosar, pero el Sabio continuaba vertiendo té impasiblemente, derramándose ya el líquido sobre el suelo.
-¿Qué haces, insensato? -clamó el Erudito-. ¿No ves que la taza ya está llena?
-Ilustro esta situación -contestó el Sabio-. Tú, al igual que la taza, estás ya lleno de tus propias creencias y opiniones. ¿De qué te serviría que yo tratara de enseñarte nada?
Dirección-E: redacció[email protected]