El cable trajo recientemente una noticia, que parece a primera vista simplemente pintoresca, pero que es de gran trascendencia científica, económica y social. En Panamá lograron controlar el dengue -dentro de una determinada comunidad altamente atacada por esta enfermedad- por la vía de crear en grandes cantidades un cierto tipo de mosquito macho alterado genéticamente y que tenía -en función de dicha alteración- la extraña cualidad de tener descendencia -al aparearse con los ejemplares hembras de su misma especie- que moría en estadio larvario. Es decir, se detenía violentamente la reproducción de ese tipo de mosquito –el aedes aegypti- y en esa misma medida se eliminaba el trasmisor del dengue, de la malaria y de chikungunya. En Chile se conocen experimentos similares relacionados con la mosca de la fruta –tan peligrosa para efectos de las exportaciones frutícolas de ese país. En este caso, se lanzaban al aire, en los valles donde había algún brote de mosca de la fruta, millones de ejemplares machos estériles, que al cruzarse con las hembras de su misma especie –que en toda su vida solo aceptan una apareamiento con un macho- detenían la reproducción de esta peligrosa variedad de insecto.
Los ecologistas más ortodoxos bien pueden argumentar que con este tipo de experimentos se están creando especies biológicas nuevas, que alteran los equilibrios que la propia naturaleza ha creado a lo largo de millones de años, y que se está, por lo tanto, caminando hacia un mundo desconocido y eventualmente peligroso. Esa argumentación se levanta con frecuencia para atacar la idea de que se cultiven especies vegetales alteradas genéticamente, aun cuando estas sean más resistentes a plagas o a adversidades climáticas, con lo cual aumenta su rendimiento y su productividad. Es cierto que las variedades vegetales o animales genéticamente modificadas actuales implican no solo la presencia de cruces dirigidos entre especies diferentes -como ha sucedido desde los albores de la agricultura en la historia de la humanidad- sino de la introducción –por la vía de la ingeniería genética- de un gen de una especie en el mapa genético de otra especie, cosa que jamás sucedería por mecanismos naturales.
Pero, a pesar de la oposición existente, los cultivos transgénicos se expanden aceleradamente por el mundo, cubriendo ya una superficie de más de 115 millones de hectáreas. Estados Unidos es el principal productor de cultivos transgénicos, en particular en lo relativo a soya, maíz y algodón, con más de 69 millones de hectáreas con este tipo de cultivo. Brasil es el segundo productor mundial de cultivos transgénicos con cerca de 30 millones de hectáreas. Argentina es también un productor importante. Eso significa que la soya y el maíz proveniente del Mercosur son en alta medida soya y maíz transgénicos, los cuales se venden en grandes cantidades en los mercados internacionales, sin que los grandes compradores hagan problema por ello. Incluso Venezuela, que declara formalmente su resistencia a permitir el uso de productos transgénicos en el consumo humano, compra la soya proveniente del Mercosur -o el aceite de soya, o las tortas de soya para consumo animal- sin preocuparse mucho por el hecho de que sea o no soya transgénica. En realidad, nadie ha podido demostrar que los productos genéticamente modificados tengan consecuencias negativas sobre los humanos. Lo que sí se ha demostrado, es que altera los equilibrios ecológicos en las áreas cercanas a los cultivos, pues se reproducen o se dejan de reproducir alguna especies vegetales o animales –insectos fundamentalmente- que anteriormente rondaban alrededor de los cultivos que ahora pasan a ser transgénicos.
El otro aspecto eventualmente negativo que se levanta en las discusiones sobre los cultivos transgénicos, tiene que ver con el negocio que ellos representan para ciertas empresas de alta tecnología, que producen las semillas modificadas genéticamente, y que pasan a ser indispensables para la continuación de los cultivos, una vez que los agricultores se inician en esta práctica. Sería, en el fondo, como si se argumentara que las instituciones que crearon los mosquitos panameños modificados genéticamente pueden lucrarse con ello, razón por la cual es mejor seguir combatiendo el dengue con fumigaciones de escasa efectividad.
Es cierto que hay todavía mucho terreno científico que ganar, en cuanto a trabajar con cultivos transgénicos -como lo hubo en su oportunidad en relación a las vacunas o a los antibióticos- que parecían a simple vista cosas de magia negra. Pero es indudable, que los cultivos transgénicos abren una veta maravillosa que puede llevar a paliar, quizás en forma definitiva, el problema del hambre en el mundo contemporáneo. Lo mismo se puede decir en relación a las nuevas razas animales -también modificadas génicamente- que producen más carne, más leche, o que son más resistentes a enfermedades que reducen su productividad o su rentabilidad.
El exitoso experimento panameño, abre una interesantísima veta para combatir enfermedades tropicales que han sido endémicas en vastas zonas de América o de África. En la propia Venezuela, la malaria, el dengue y en años recientes el chikungunya, ha significado un gran problema de salud pública. Ojalá que nuestros dirigentes en el área de la salud, aprendan o traten de copiar tanto como sea posible el ejemplo panameño, y no se dejen influenciar por llamamientos conservadores que intentar dejar la naturaleza tal como fue creada desde los tiempos de Adán.
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