La inmoralidad de la educación en la etnocultura venezolana y el desafío de la ética

“El doctor Vargas excitó el amor a los estudios que parecía extinguirse en nuestros establecimientos literarios; despertó a la Universidad Central que se dormía en su toga en su polvo de sus claustros: llamó a la juventud a los establecimientos de enseñanza y los imprimió un doble movimiento que cada día crece más. El doctor Vargas fue una aurora en Venezuela” (Fermín Toro, ‘Ideas y Necesidades’ en ‘Liceo Venezolano’ nº 3, marzo de 1842).

La etnicidad o etnocultura venezolana proporciona un material o escenario estupendo para ello, no sólo para novelistas, teatreros, cineastas, y no digamos humoristas, y otros para no dejar a nadie por fuera. Pero las ciencias sociales no se han aprovechado de ello ¿Por qué? Vaya usted a saber. Algunos sí lo sabemos.

Cuando en “HORA UNIVERSITARIA” nº 199, enero 2007, el periodista titula “La Educación debe ser creación colectiva” está indicando una doble trampa para el entendimiento. La primera se ubica en el “deber ser”; la segunda se encuentra en el término “colectiva”. Cuando uno como investigador pregunta a un informante ¿Cómo es la educación en Venezuela?, el informante te responde cómo debe ser, y elabora su respuesta como cualquier parisino o alemán ilustrado, pero se salta el cómo es, porque inconscientemente parece que se activa su vergüenza sobre el ser venezolano. Pero no quiero hablar ahora de este sesgo ideológico del “yo ideal” como suele arrancar el dato venezolano, sino sobre la creación “colectiva”.

Lo “colectivo” guarda la trampa de la que queremos hablar, porque en tiempos de confusión parece que quiere decir todo, y no dice nada, todo lo más susurra un fonema con tono colectivista o comunitarista que viene a ser lo mismo. Entonces nosotros nos quedamos tan contentos por que nos ofrece un primer consuelo a nuestro entendimiento, que en momentos de extravío cumple el papel de autoengaño.

La etnicidad venezolana dice: es inmoral no disfrutar como tiene que ser la fiesta criolla: sin desperdiciar un minuto y todas las gaveras de cervezas posibles no puede quedar llena ninguna, no nos podemos rajar. Si se observa la dinámica diaria de un modo estático, es decir, según lo que somos como etnocultura, el 90% de lo que vivimos es como seres culturales: así se vive la familia, se es amigo, se respeta como vecino, se va como cliente al bar, etc., y sólo un 10% funciona como alumno ya en el aula, ya en la biblioteca o sala de estudio. Quedarnos en el ser o estática social es mantenernos en la moral, donde el 10% de alumno tiene que someterse a la moral: en Venezuela a estudiar lo menos posible o a manguarear, esto es, hacer que se estudia. Así decimos que el estudio es matrisocial (Hurtado, 1999).

La etnocultura tiene sus subterfugios para disimular la impunidad recolectora: “no me des, sino ponme donde haiga” o “todo el mundo tiene rabo de paja” para indicar el exceso de cultura que tiene desbancada la emergencia de la ética. Que podamos elaborar los recovecos de estos significados, se debe a la ética que se encuentra en el horizonte como desafío de luz. Es decir, desde una voluntad general, a la que todo el colectivo social se somete por que tiene capacidad de sometimiento, y además lo hizo con la capacidad de cumplirla. Al revelar la inmoralidad del abusador desde la ética, se devela también que el camino a la ética está cerrado para tal individuo o cultura.

He aquí la “inmoralidad de la educación” en nuestro país. No tiene orientación: no sabe a donde va. Fundamentalmente no por culpa de la burocracia educativa, tampoco por falta o por exceso de tecnologías educativas, de políticas educativas, de recursos financieros para la educación. Podemos jugar con el sistema u orden educativo haciendo un juicio de valor sentimental: la educación se encuentra muy bien, menos mal, pésima. Vamos a suponer que como cualquier otro sistema social (político, médico, democrático, judicial) se encuentra al tope de su buen funcionamiento. Empero, siempre hay disfunciones, deterioros, insatisfacciones, de cara al proyecto que en cada etapa, espacio, circunstancia social demanda la lubricación del mismo. Aquí entran a jugar los sujetos, a los que se suele olvidar a favor de acordarse siempre de lo instrumental (del proyector, del video beam). En la construcción de los sujetos, el criterio biológico es importante, pero solucionadas las necesidades básicas de comida, sueño y vestido, nos quedan los criterios psíquico y cultural. Como estamos considerando un problema colectivo, a lo psíquico o individual lo recostamos del lado de lo etnocultural.

La prueba extrema de la inmoralidad de la educación en Venezuela la ofrecen los marcos de los desórdenes étnicos. Se puede entonces observar cómo los juicios de valor que se desprenden de los valores morales, originados en los desórdenes étnicos, califican de inmorales a los valores éticos que deben impulsarse en la educación. La polarización de los dos universos valorativos se muestra al describir los desórdenes étnicos que en Hurtado (1995, 209-213) los hemos definido tomando en cuenta su expresión simbólico-moral de la siguiente forma resumida:
1. Reside en la etnocultura venezolana un epicriticismo narcisista de obstinación esquizofrénica.
2. La vivencia del tiempo no tiene pasado, ni futuro, pero siempre se encuentra en permanentemente movimiento de zozobra en un eterno presente.
3. La negación a crecer en responsabilidad, que conduce a una no aceptación del castigo por falta de capacidad para aguantarlo. Así la impunidad no tiene fronteras o límites.
4. La dificultad de reconocer al otro como imprescindible para llevar a cabo mi proyecto y el de todos. Al no reconocer al otro el individuo está orientado a atropellarlo, a abusar de él y/o aprovecharlo.
5. La no elaboración de las confianzas, pues se pasa de una desconfianza radical a una confianza excesiva, la del “confiao” y la del confianzudo.
6. Los indicadores de la complicidad y la picardía rompen el sistema de las reciprocidades y los compromisos, lo que genera un desorden siempre inconcluso de carácter anarcoide.
7. Un comportamiento caprichoso o adversivo, generado en el sobre-consentimiento maternal, niega todo tipo de responsabilidad y de crítica individual. Si se hace crítica, aún constructiva, se asume como agresividad personalizada.
8. La transgresión de la norma no significa una simple anomia. Pues la norma existe para ser quebrantada, es lo mismo que la ley es para aplicarla a los enemigos o contrarios. El desorden étnico como conducta incorrecta radica en una profunda fruición: se disfruta rompiendo la norma. Ello es origen de una auto-destructividad permanente de yo y de sus obras.
9. Hay una desorientación social vinculada con una incomprensión del mundo exterior, que impide la construcción de éste, como orden esencial de la convivencia social.

¿Cómo desactivar la inmoralidad que acecha continuamente a la educación venezolana, es decir, cómo poner a jugar de nuevo nuestra etnocultura si no superamos los desórdenes étnicos (de Tío Conejo y Tío Tigre) con que vamos a la escuela y a la universidad, si los valores morales de estos desórdenes étnicos niegan permanentemente los valores de la educación como proyecto ético? Con ocasión de las crisis económicas y políticas, el colectivo venezolano algún día reivindicará la búsqueda de los valores éticos inscritos en la educación y obligará a su etnocultura (matrisocial) a jugar de nuevo sus normas y costumbres junto con nuevos significados. Entonces llegará el tiempo en que no verá a la ética como incompatible, ni como “atravesada” (una entrometida) siendo un obstáculo en su realización particular como etnocultura, antes al contrario encontrará en ella una ayuda para refinar su semántica natural con miras a servir para lo societal.

Más allá de la obstinación de la etnocultura venezolana con respecto a la educación, el desafío ético persiste en el horizonte para denunciar los inconvenientes que causa la etnocultura a la educación venezolana, así como para anunciar las ventajas que ella aportaría si sus valores universales son tomados en cuenta. Hay que asumir la radicalidad del proyecto educativo como ético, y no rebajarlo como un proyecto técnico, tal como nos quiere llevar la actual política torcidamente ideologizadora, pues lo técnico no tiene las habilidades subjetivas para proporcionar las garantías a las relaciones culturales, ni para inventar nuevos caminos a la sociedad. La insípida ideología de lo técnico no puede eliminar el calor de una subjetividad universal. Si de alguna manera la arrincona o la contamina emergerán las angustias y las ansiedades, así como las falsas críticas contra el orden de la educación. Por que el problema no se encuentra en el horizonte de la universalidad ética, sino en la caverna de la particularidad moralista de la etnocultura.

Las consecuencias de una población, aunque escolarizada pero no educada, nos conducen a que no debe extrañarnos que permanentemente dicha población se encuentre en los límites de una alta “deserción escolar”, aunque no educativa, por que lo que es estimado es lo escolar no lo educativo. Este fenómeno se observa mejor sobre todo en la clase baja que cada vez menos, con el deterioro de lo societal, no alcanza a ver en la escolarización la vía a su futuro ascenso social. Para no entrar a analizar ahora la vulnerabilidad, por falta de juicios éticos como defensas, a que está expuesta toda la población ante las voces de liderazgos sociales, espurios o engañosos.

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*Conferencia: APIU-UCV Caracas, 29 de marzo de 2007